lunes, 15 de junio de 2009

El ciclón del 33 según los testigos

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El Ciclón del 33.
Cronista: Dr. Marco Antonio Landa.
Contado en 1976

¿Qué recuerdos puede conservar en su memoria una persona, después de transcurridos más de 40 años, sobre los detalles de una gran catástrofe que se abatió sobre el pueblo en que vivían? Claro está, que el ciclón que azotó a Sagua la Grande la noche del 31 de Agosto y amanecer del primero de Septiembre de 1933, no puede clasificarse como catástrofe al modo como lo fue el gran temblor de tierra que asoló a San Francisco en 1906, o la erupción del Vesubio, o el ciclón “Flora”. Pero lo cierto es que aquellas horas interminables en que el viento sopló con fuerza destructora sobre toda la zona de Sagua, constituyó para mí un acontecimiento insólito, que en mi infantil imaginación adquirió inusitados caracteres de una gran catástrofe.

Los hechos básicos que recuerdo son los siguientes: estábamos en pleno verano, la estación de los grandes calores y las visitas a la playa; los deliciosos baños de mar en la Isabela, en la Punta, con Manuel (de quien ya he hablado en otra oportunidad) cuidando las instalaciones y vigilándolo todo, el sol quemante, el viaje azaroso en pobres “guaguas” que daban tumbos por una maltrecha carretera. (En Chile se les llama “guaguas” a los niños muy pequeños). Pero era la gran diversión, el contacto con el sol y el aire vivificante, la arena de la playa y los juegos al aire libre. Días antes del ciclón, alguien nos había dado un pequeño paseo en bote de remos por los alrededores del puerto, sin alejarnos mucho de la costa, por supuesto. El viaje terminó para mí, como de costumbre, con un mareo terrible. El vaivén de las olas siempre ha alterado el equilibrio de mis centros nerviosos. He resistido mejor los vaivenes de la vida, aunque estos, gracias a Dios, han sido menos violentos que aquellas olas saltarinas e inquietas.

El día 31 de Agosto no fuimos a la Isabela. Ya la atmósfera no parecía igual. Se barruntaba algo y no mucha gente se atrevió a ir a la playa. Sin embargo, los temporadistas continuaban disfrutando de las delicias del verano. En Sagua tuvimos algunos chubascos y las noticias, recibidas a través de frecuentes telegramas procedentes de La Habana, daban cuenta de la presencia de una perturbación ciclónica cerca de Cuba. No obstante, el peligro no parecía inmediato. Recuerdo, que con posterioridad oí decir a Rubé Badía que el capitán de un barco inglés, anclado en la Isabela, había advertido a las autoridades del eminente peligro y se había hecho a la mar para “cortar los vientos” antes que estos destrozaran su nave atracada al muelle. La gente de mar tiene fino el instinto y el navío sorteó bien los obstáculos de la naturaleza.

Las primeras horas de la noche nos mostraron un cielo estrellado, sólo opacado a veces por unas nubecillas bajas que se deslizaban veloces por la pista del firmamento, y que hacía dificial, para los no versados en meteorología, pensar en la inminencia de una alteración violenta de la calma habitual de las fuerzas naturales. Bien recuerdo las estrellas de aquella noche. Aun no conocía a Benavente, ni su “Los intereses creados”, pero huviera suscrito sin reservas sus versos famosos: “la noche ha prendido sus claros diamantes / en el terciopelo de un cielo estival”. Desde el balcón de mi casa –Céspedes, frente a “El Titán” (entonces “Casa Rey”) – se contemplaban en toda su infinita belleza y luminosidad. A pesar de las estrellas, a esa hora se sabía ya que la evacuación del pueblo de la Isabela había comenzado. Las calles hormigueaban de familias enteras que habían huído de una ras de mar, que efectivamente se produjo. (En otras partes se le llama “maremoto”. El mar se retira, en un silencio ominoso hasta una distancia increíble; después retorna, rugiendo como una bestia acorralada, y barre despiadadamente con cuanto encuentra a su paso, pues no se resigna a ocupar el lecho que ha dejado temporalmente vacío y avanza como queriendo desquitarse de todo el tiempo perdido mientras respetaba los linderos naturales de la costa).

En el edificio Beguiristaín, altos del Almacén Martínez, encontraron albergue muchas de aquellas familias. Las iglesias, las sociedades de recreo, los demás edificios públicos, se encontraban también atestados. La atmósfera comenzó a enrarecerse y al filo de la medianoche ya el viento soplaba con furia. Nos refugiamos en la escalera del edificio, junto con la familia del apartamento vecino, mientras se apuntalaban puertas y ventanas para que pudieran resistir la acometida del viento. Más tarde comprobaríamos que toda la cristalería de la parte superior de las ventanas de los balcones se había quebrado y que el agua había inundado las habitaciones del frente; las del fondo no habían sufrido nada, tal vez protegidas por las altas paredes de los edificios colindantes. Después de las primeras horas de angustia e incertidumbre tuvimos vagas noticias de un incendio que resulto ser el que destruyó por completo el tostadero del Café de Morón “El brazo fuerte”, situado en Calixto García y Martí. Por fín, temiendo que el viento nos acorralara en aquella escalera y pereciéramos todos aplastados, aprovechando un breve período de calma ( tal vez el vórtice del ciclón) nos trasladamos por la casa vecina, la imprenta de Armando Alvarez.

A las seis de la mañana la tempestad comenzó a amainar. A las siete había cesado pro completo.

De los acontecimientos porteriores a aquel día, los recuerdos son bien claros: la triste noticia de la tragedia de Cayo Cristo, donde perecieron, entre otros, dos compañeros de colegio, los hermanos Velazquez, y a la cual sobrevivió mi gran amigo Pascualito Pérez ; aquellos días interminables en que todo era confusión (recuérdese que además, acababa de ser derrocado el régimen del Presidente Machado); las gentes en las calles, isabelinos que no se decidían a retornar a sus casas, tal vez porque muchas de éstas ya no existían, barridas por el ímpetu incontenible del mar; las “cocinas económicas”, donde largas colas de vecinos esperaban pacientes la ración alimenticia que aliviaba la escasez de recursos; pospuesto el inicio de las clases y la iglesia del colegio totalmente destruída por el ciclón y por fín, las largas noches a oscuras, ya que el viento había arruinado los tendidos de energía eléctrica.




Cuatro díaz después ( y esto lo recuerdo por haberlo oído en mi casa, ya que el hecho escapaba a mi directa observación) supe que el presidente provisional de la república, Carlos manuel de Céspedes estaba en Sagua examinando los daños y visitando a los damnificados del ciclón. Se encontraba en el hotal Sagua , cuando, a la pálida luz de faroles y quinqués, un sargento de la Guardia Rural se acercó a él y con todo respeto, pero con gesto conminatorio, le comunicó que tenía órdenes de conducirlo inmediatamente a La Habana. El golpe militar del 4 de Septiembre se había consumado y comenzaba para Cuba una nueva etapa de su historia.



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